Para compensar los servicios de un esclavo, cierto acaudalado señor le concedió la libertad. Junto con este don, que es el más apreciado por los hombres, le hizo presente un bajel lleno de valiosas mercancías, para que pudiese comerciar en nuevas tierras y llegar, así, a labrarse una fortuna.
Agradecido el esclavo, besó la orla del manto de su señor y se hizo a la mar. Pero a los pocos días de tranquila navegación, cesó la brisa, tan inconstante como la fortuna, y se desencadenó una violenta tempestad. La nave era como una cáscara de nuez, zarandeada por los vientos huracanados y la agitación de las aguas. Con todo, tras prolongadas horas de angustia, pudo acercarse a la costa; mas cuando ya ésta, como una promesa de salvación, se hallaba muy próxima, el navío fue arrojado por el impetuoso oleaje contra unas rocas, destrozándolo. El mar, inclemente y enfurecido, engulló en su profundo seno las valiosas mercancías y toda la tripulación. Tan solo el antiguo esclavo consiguió, a costa de ímprobos esfuerzos, alcanzar la orilla.
Llegado a ella, quedó tendido por espacio de muchas horas en la playa. Al cabo, el hambre y la sed lo volvieron en sí, y, poniéndose de pie, empezó a avanzar hacia el interior, caminando al azar y lamentándose de su infortunio. Tan exhausto se hallaba, que ya iba a desplomarse de nuevo, en la imposibilidad de proseguir su camino, cuando divisó a lo lejos las murallas de una ciudad. Aquella visión reanimó sus escasas fuerzas; pero no tuvo necesidad de emplearlas en recorrer largo trecho, pues a poco se vio rodeado por un tropel de habitantes de aquella ciudad, quienes lo recibieron con exclamaciones de júbilo. Su sorpresa fue en aumento cuando se oyó llamar rey y se vio colocado en una carroza triunfal, en la que fue conducido, entre vítores y aclamaciones de la multitud, a un magnífico palacio. Una vez allí, lo revistieron con los atavíos y atributos reales -manto de púrpura y corona de oro y piedras preciosas- y lo instalaron en el trono, colocándole en la mano el cetro, símbolo de poder y la autoridad que acababan de serle conferidos.
No es para descrita la perplejidad que embargaba al antiguo esclavo, quien creyó ser presa de una alucinación. Los nobles cortesanos acudieron a rendirle pleitesía y, a continuación, el ejército y todo el pueblo desfilaron ante él, jurándole fidelidad.
Finalmente, cuando condujeron todas aquellas ceremonias, el nuevo rey se quedó a solas con el Gran Visir y le faltó tiempo para preguntarle:
-¿Podéis decirme a qué obedece este extraño recibimiento? ¿Por qué habéis coronado como rey a un pobre náufrago de quien ni siquiera sabíais que existiese?
-Señor -repuso el Gran Visir-, todo tiene una explicación tan sencilla como notable. Habéis de saber que, desde hace mucho tiempo, los moradores de esta isla tienen por costumbre rogar al Todopoderoso que cada año les envíe un nuevo rey.
-¿Por qué cada año?
-Cada año -prosiguió el Gran Visir, sin que al parecer hubiera prestado mucha atención a la pregunta- el Todopoderoso se digna enviarles un ser humano para que los gobierne. Al cabo de ese tiempo, el elegido se ve privado de sus atributos reales y conducido a una isla desierta, donde es abandonado. Cada año se repiten las mismas escenas de coronación y destierro. Ésta es la ley del país y ningún monarca podría abolirla. Todos los reyes elegidos fueron informados, tras su coronación, del triste destino que les aguardaba, pero todos lo echaban en olvido muy pronto, halagados por la autoridad y los placeres que la realeza les permitía.
Muy impresionado quedó el nuevo rey al escuchar las palabras del Gran Visir, y por espacio de varios días no dejó de pensar gravemente en tan contradictoria situación, repitiéndose una y otra vez que cada hora que pasaba le iba acercando al triste y fatal destino.
Obsesionado por tal idea, no gozaba del fausto y las riquezas de que disponía, pensando continuamente en cómo podría librarse del trágico fin a que estaba predestinado. Tras mucho meditar en ello, decidió interrogar nuevamente al Gran Visir.
-¿Sabéis acaso -le dijo- si existe algún medio en virtud del cual pudiera librarme de seguir la misma suerte que mis predecesores?
-Sí, solo uno -respondió el anciano y prudente Gran Visir-.
Vinisteis desnudo a este país, y en el mismo estado seréis conducido a la isla desierta. Mas si en el transcurso de vuestro reinado hacéis todo lo posible por fertilizar y poblar aquellos parajes, cosa que está permitida por la ley, cuando tengáis que morar en ellos os hallaréis en la más ventajosa situación y no deploraréis nunca el azar que os trajo a nuestras playas. Ninguno de los monarcas que os antecedieron se preocupó de hacer tal cosa, dominados como estuvieron todos por la indolencia y los placeres. Y si alguno llegó a pensar en ello, lo fue dejando de un día para otro, perdiéndose al fin, pues el tiempo de que disponía era muy breve.
No cayeron en saco roto las prudentes observaciones del Gran Visir. Sin pérdida de tiempo, el monarca dictó las medidas oportunas para poner en práctica lo que el anciano acababa de aconsejarle. Aunque siguió interviniendo en todos los actos y ceremonias de la corte, no se dejó aprisionar en la red de placeres y seducciones que le brindaba su excepcional situación, y ni por un instante dejó de atender a la empresa de poblar y fertilizar la inhóspita isla.
Llegó, finalmente, el último día de su efímero reinado. Entonces, al igual que quienes le antecedieron en el trono, fue despojado del cetro y la corona; pero, a diferencia de ellos, no experimentó la menor zozobra cuando tuvo que subir al barco que debía conducirlo a aquella isla perdida en la inmensidad. Muy al contrario, parecía estar ansioso de hallarse en ella, como quien camina hacia una aventura mayor. Y, ciertamente, no se engañaba. Apenas hubo puesto el pie en la isla pudo divisar extasiado las feraces campiñas en que, merced a sus solícitos cuidados, se habían convertido aquellos yermos parajes. Inmediatamente se vio rodeado por una alegre multitud que lo aclamó entusiasmada y lo condujo, entre vítores y jubilosas exclamaciones, a un hermosísimo palacio, donde fue investido de nuevo con todos los atributos de la realeza...
Aquel esclavo al que su dueño -Dios- le otorgó la libertad, es el hombre al nacer. La isla a la que llegó tras su naufragio, es la Tierra. Los habitantes que lo reciben gozosos, son sus padres; y el Gran Visir, merced al cual conoce el triste fin a que está destinado, es la Sabiduría. El año de su reinado representa el efímero curso de la vida humana, y la isla desierta a la que es desterrado a continuación, la vida eterna. Mas esa isla, puede ser un renacer, un nuevo reinado, si el hombre, en el curso de su existencia, se preocupa de fertilizarla y poblarla con sus buenas obras, no dejándose dominar nunca por la indolencia y los vanos placeres.
Autor: HERDER (Alemania).
La Isla Desierta (Leyenda Oriental).
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