Era un caballo, un joven potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad a vivir del espectáculo de su velocidad.
Ver correr a aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin al viento y el viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; se estiraba más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin reglas ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes y ésta era la fuerza de aquel caballo.
A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía muy pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal, sin coraje, ni bríos, ni gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad para vivir de sus carreras.
En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera pagado una brizna de paja por verlo -ignorantes todos del corredor que había en él-. En bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad -y sobre todo los domingos-, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo humeando el viento para lanzarse al fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y en su carrera todo su ardiente corazón.
Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.
-No importa -se dijo el potro alegremente-. Iré a ver un empresario de espectáculos, y ganaré, entretanto lo suficiente para vivir.
De qué había vivido hasta entonces en la ciudad apenas él podía decirlo. De su propia hambre seguramente y de algún desperdicio desechado en el portón de los corralones. Fue, pues, a ver a un organizador de fiestas.
-Yo puedo correr ante el público -dijo el caballo-, si me pagan por ello. No sé qué puedo ganar; pero mi modo de correr ha gustado a algunos hombres.
-Sin duda, sin duda... -le respondieron-. Siempre hay algún interesado en estas cosas... No es cuestión, sin embargo, de que se haga ilusiones. .. Podríamos ofrecerle, con un poco de sacrificio de nuestra parte...
El potro bajó los ojos hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofrecían: era un montón de paja, un poco de pasto ardido y seco.
-No podemos más... Y así mismo...
El joven animal consideró el puñado de pasto con que se pagaban sus extraordinarias dotes de velocidad, y recordó las muecas de los hombres ante la libertad de su carrera, que cortaba en zig-zag las pistas trilladas.
-No importa -se dijo alegremente-. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido podré, entretanto, sostenerme.
Y aceptó contento, porque lo que él quería era correr. Corrió, pues, ese domingo y los siguientes, por igual puñado de pasto cada vez, y cada vez dándose con toda el alma en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse, engañar, seguir las rectas decorativas por halago de los espectadores, que no comprendían su libertad. Comenzaba al trote, como siempre, con las narices de fuego y la cola en arco; hacía resonar la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape a campo traviesa, en un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su puñado de pasto seco, que comía contento y descansado después del baño.
A veces, sin embargo, mientras trituraba con su joven dentadura los duros tallos, pensaba en las repletas bolsas de avena que veía en las vidrieras, en la gula de maíz y alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres.
-No importa -se decía alegremente-. Puedo darme por contento con este rico pasto.
Y continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había corrido siempre.
Poco a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostumbraron a su libertad de carrera, y comenzaron a decirse unos a otros que aquel espectáculo de velocidad salvaje, sin reglas ni cercas, causaba una bella impresión.
-No corre por las sendas como es costumbre -decían-, pero es muy veloz. Tal vez tiene ese arranque porque se siente más libre fuera de las pistas trilladas.
En efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía apenas de qué vivir con su ardiente velocidad, se empleaba a fondo por un puñado de pasto, como si esa carrera fuera la que iba a consagrarlo definitivamente. Y tras el baño, comía contento su ración -la ración basta y mínima del más oscuro de los más anónimos caballos-.
-No importa -se decía alegremente-. Ya llegará el día en que se diviertan.
El tiempo pasaba, entre tanto. Las voces cambiadas entre los espectadores cundieron por la ciudad, traspasaron sus puertas, y llegó por fin un día en que la admiración de los hombres se asentó confiada y ciega en aquel caballo de carrera. Los organizadores de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad madura, que había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele, en disputa, apretadísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz -todo en cantidad incalculable- por el solo espectáculo de su carrera.
Entonces el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en lo feliz que hubiera sido en su juventud si le hubieran ofrecido la milésima parte de lo que ahora le introducían gloriosamente en el gaznate.
-En aquel tiempo -se dijo melancólicamente-, un sólo puñado de alfalfa como estímulo, cuando mi corazón saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mí el más feliz de los seres. Ahora estoy cansado.
En efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda la misma de siempre y el mismo espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de otros tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo, que antes ci joven potro entregaba alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de exquisito forraje para despertar. El triunfante caballo pensaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finamente en sus descansos. Y cuando los organizadores se entregaban por último a sus exigencias, recién entonces sentía deseos de correr. Corría entonces como él sólo era capaz de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del forraje ganado.
Cada vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aunque los organizadores hicieran verdaderos sacrificios para excitar, adular, comprar aquel deseo de correr que moría bajo la presión del éxito. Y el potro comenzó entonces a temer por su prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió, entonces, por primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del viento y las largas sendas regulares. Nadie lo notó -o por ello fue acaso más aclamado que nunca- pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr.
Libertad... No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer instante en que reservó sus fuerzas para no flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo traviesa, ni contra el viento. Corrió sobre sus propios rastros más fáciles, sobre aquellos zigzags que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo, siempre creciente, de agotarse, llegó un momento en que el caballo de carrera aprendió a correr con estilo, engañando, escarceando cubierto de espuma por las sendas más trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó.
Pero dos hombres que contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron algunas tristes palabras.
-Yo lo he visto correr en su juventud -dijo el primero-, y si uno pudiera llorar por un animal, lo haría en recuerdo de lo que hizo este mismo caballo cuando no tenía qué comer.
-No es extraño que lo haya hecho antes -dijo el segundo-. Juventud y Hambre son el más preciado don que puede conceder la vida a un fuerte corazón.
Joven potro: tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues si llegas sin valor a la gloria por pingüe forraje, te salvará el haberte dado un día todo entero por un puñado de pasto.
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