En la civilización occidental la vida interior del individuo —con toda su riqueza— se encuentra relegada al último plano de la existencia. El hombre está tan atrapado en el engranaje de la vida mecanizada que no le queda tiempo para hacer alto ni el poder de atención necesario para dirigir hacia sí mismo su mirada mental. El hombre pasa sus días absorbido por las circunstancias. La inmensa máquina que lo arrastra gira sin cesar y le impide detenerse, a riesgo de ser destrozado. Hoy como ayer y mañana como hoy, se agota el hombre en esa carrera desenfrenada, lanzado en una dirección que, en definitiva, no lo conduce a ninguna parte. La vida pasa casi desapercibida, rápida como un trazo de luz; después, siempre ausente de sí mismo, cae, devorado.
Cuando a quien vive bajo esta presión constante de la vida contemporánea se le pide que vuelva hacia sí mismo su mirada mental, por lo general responde que no tiene tiempo para entregarse a un tal ejercicio. Si se le insiste y asiente, en la mayoría de los casos dirá que no ve nada. Niebla. Oscuridad. En algunos raros casos el observador informará que percibe algo que no sabría definir, porque ese algo cambia todo el tiempo.
Esta última observación es correcta. En efecto, todo cambia en nosotros y a cada instante. Basta el menor choque exterior —agradable o desagradable, feliz o desgraciado— para que nuestro contenido interior tome un nuevo aspecto.
Si continuamos la observación interior sin tomar partida, esta introspección nos permi te constatar muy pronto y no sin sorpresa que nuestro Yo, del cual estamos habitualmente tan orgullosos, no es siempre igual a sí mismo: cambia. Luego la impresión se define; comenzamos a notar que en realidad no vive en nosotros un hombre único sino varios, cada uno con sus propios gustos, sus aspiraciones propias y persiguiendo sus propios fines. De pronto descubrimos en nosotros un mundo lleno de vida y de colores que hasta ayer ignorábamos casi por completo.
De continuar la experiencia, pronto distinguiremos tres corrientes en esa vida en perpetuo movimiento: la de la vida, por así decir vegetal, de los instintos; la de la vida animal de los sentimientos y, finalmente, la corriente de la vida propiamente humana, caracterizada por el pensamiento y la palabra. Algo así como si en nosotros existiesen tres personas. Pero donde todo está entremezclado de una extraña manera.
Podemos apreciar entonces el valor de la introspección como método de trabajo práctico que permite conocerse y entrar en sí mismo. A medida que progresamos nos damos más y más cuenta de la real situación en que nos encontramos. En definitiva, el contenido interior del hombre es análogo a un recipiente lleno de limaduras en estado de mezcla por acción mecánica, de modo tal que cualquier choque sufrido por el recipiente provocará un desplazamiento de las partículas de limadura. Es así como la vida real escapa al ser humano, a causa de ese cambio permanente de su vida interior.
No obstante, esta insensata y peligrosa situación puede ser favorablemente modificada. Ello requiere trabajo, esfuerzos conscientes y sostenidos. La introspección mantenida incansablemente trae como consecuencia una sensibilización interior que, a su vez, intensificará la amplitud y frecuencia de los movimientos en ocasión del desplazamiento de las partículas de limadura. De esta forma, los choques que antes pasaban desapercibidos provocarán de ahí en adelante vivas reacciones. Por su continua amplificación, estos movimientos llegarán a producir un frotamiento de tal intensidad entre las partículas de limadura, que un día se podrá sentir el fuego interior encenderse en sí.
No basta una simple llamarada ni basta que el fuego arda bajo las cenizas. Un fuego vivo, ardiente, una vez encendido debe ser cuidadosamente mantenido por la voluntad de afinar y cultivar la sensibilidad. Si esto ocurre, nuestro estado puede cambiar: "el calor de la llama provocará en nosotros la soldadura".
De ahí en adelante el contenido interior ya no formará un conglomerado de partículas de limadura; formará un bloque. Los choques sufridos ya no provocarán en el hombre, como antes, un cambio interior. Alcanzado este punto, habrá adquirido la firmeza y permanecerá él mismo en medio de las tempestades de la vida.
Fragmento del libro: "Gnosis I", de Boris Mouravieff.
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